TOM H
Y
El legado de las mentes prodigiosas
Lina
Domingo Moya
I
El comienzo
Año 1513. Juan Ponce de León solicita a
los mandatarios españoles permiso para explorar las áreas del norte de Cuba, y
una vez que éste le fue concedido por sus superiores, utilizó su capital para
conseguir los barcos, el personal y los medios necesarios e inmediatamente
partió en su viaje de conquista de aquellas tierras.
Antes de su llegada a la nueva tierra a
conquistar, a finales del mes de marzo, el vigía avistó una isla.
-¡Tierra a la vista! –gritó.-
Pero el nuevo territorio divisado, se encontraba
rodeado de arrecifes y rompientes. Viendo imposible atracar con los navíos por
los numerosos impedimentos que había en aquellas aguas, Ponce de León,
presionado por las ansias de descubrir nuevas tierras y no dándose tan
fácilmente por vencido, decidió mandar una barca e intentar ver las
posibilidades que tenían de alcanzar el islote. A bordo de ella, se encontraban
los marineros: Vasco de Angulo, Macías Bejarano, Lope de Orbaneja, Íñigo Ruíz y
Hernán de Herbón.
Lamentablemente la marea era muy fuerte,
la niebla se intensificó y tras haber conseguido avanzar hacia tierra, una gran
ola impidió la victoria y azotó duramente a la embarcación, la cual, sin
remedio, volcó bruscamente.
Todos los tripulantes fueron al agua, que
los engullía con tremenda fuerza. La barca chocó con uno de los arrecifes y se
hizo pedazos, los cuales salieron despedidos en varias direcciones, algunos
incluso volando, para finalmente aterrizar en el mar.
Los marineros desesperados intentaban
sobrevivir, pero la furia de aquellas aguas terminó por vencerles. Menos a
Hernán de Herbón, que le llegó, como enviado por los dioses, uno de los palos
de la barca. Se agarró a él con fuerza y luchando con las olas, que se
empeñaban en empujarlo hacia el fondo, consiguió mantenerse a flote. Aquel
listón de madera era su salvación, él lo sabía y no podía dejar de apretarlo
con desesperación, al mismo tiempo que intentaba nadar hacia los grandes
barcos.
-Socorro –dijo con angustiosa voz–
Socooorrooo -gritaba-
-Ayudadme por Dios os lo ruego, no me
dejéis morir.
En ese momento, su mente se fijó
intensamente en la imagen del Cristo que se encontraba en el altar del
monasterio situado en Herbón, donde él se había criado gracias a los frailes
que allí habitaban. Las creencias cristianas de sus lugareños habían hecho
mella en él. Desconocía su origen, pues fue abandonado allí nada más nacer. El
hermano Francisco, quien lo encontró a las puertas envuelto en unas pieles, fue
quien se encargó personalmente de su educación y le dio el nombre de Hernán de
Herbón en honor a aquellas tierras gallegas que le habían acogido. Cuando ya
adulto, llegó el momento en que Hernán abandonara el monasterio para centrarse
en lo que siempre le había atraído, sus sueños de convertirse algún día en un
gran marino, y antes de su marcha, el hermano Francisco, un padre para él,
quiso entregarle una ofrenda.
Parecía una vieja moneda de plata que según su protector,
dataría sobre el siglo VII a.C. Le contó como una extraña mujer, al parecer de
origen celta, a quien un día en un camino próximo al bosque salvó del ataque de
una fiera, se la entregó en agradecimiento por haberle salvado la vida. A pesar
de que en un principio Francisco se negó a aceptar nada por su buena obra, la
dama insistió, asegurándole que había sido el destino de la moneda quien lo
había elegido como su nuevo dueño, y por tanto debía aceptarla. Finalmente así
lo hizo.
Y ahora era el destino de aquel siclo de
plata quien le había guiado hasta Hernán. Desde ese día siempre lo había
llevado consigo y ya formaba parte de él.
Fijados sus pensamientos íntegramente en
el Cristo y amarrado con rabia al madero, no advirtió que se había ido
desplazando hacía los navíos y casi choca con el casco de uno de ellos.
-¡Soltad un cabo!, ¡Rápido! –logró
escuchar al fin. Era la voz de Martín el Crespo, el contramaestre.
Hernán tomó el cabo y lo anudó al madero
que, por algún motivo, no quiso desprenderse de él, se montó entre sus lomos y
lo alzaron. La escalada se hizo eterna para él, pero finalmente alcanzó la
cubierta.
Una vez recuperado Hernán conservó aquella
tabla, con la que más tarde tallaría un báculo, en cuya empuñadura mandó
engarzar el viejo siclo de plata en el que grabó la letra H, la de sus iniciales.
II
La historia de Tom H
Llueve a cántaros. Hacía mucho que no lo
hacía. En el sureste de los Estados Unidos habitualmente luce el sol.
Las primeras ciudades de aquel lugar se
fundaron cuando, según los historiadores, Juan Ponce de León llegó a esas
tierras a principios del mes de abril del año 1.513, ese día era domingo de
Pascua en España. A su llegada descubrió un nuevo territorio de frondosa y
colorida vegetación, por este motivo y también en honor a ese día de arribada
llamado en España, Pascua Florida, decidió llamarlo La Florida. Desde aquel
momento y en lo sucesivo, los españoles tuvieron que emplearse a fondo para
defender sus nuevas y maravillosas tierras de los ataques continuos de los
piratas y de otras flotas enemigas.
Son tierras históricas, muchas de las
casas de este estado figuran en los libros como las más antiguas del país y
todavía conservan, en muchos casos, el sabor antiguo de otras épocas.
Allí, cinco siglos después, en una de esas
casas con sabor a historia, vivía Thomas Hernán Bady, todos le llamaban Tom y
muchas veces los más íntimos tan sólo H. Allí residía feliz junto a sus padres
Phil y Leonor, su hermano Benjamín Hernán y su perrita Sally, un mastín español
todavía joven, muy noble y cariñosa pero de gran firmeza ante extraños. Su
pelaje era de marrón miel y aunque tenía un ladrido ronco, cuando se alteraba,
éste se podía percibir a considerable distancia. H adoraba a Sally.
El padre de Tom procedía de Oklahoma donde
tenía toda su familia, pero años atrás atraído por sus magníficas playas, se
trasladó a este lugar, donde hoy trabajaba como responsable de una de las
cadenas comerciales más importantes de la ciudad. Su madre en cambio nació
allí.
Al igual que la mayoría de sus
antepasados, era descendiente de una de las familias más antiguas del lugar y
cuyos ancestros, de origen español, arribaron a bordo de los buques que
descubrieron aquel nuevo continente. Ella siempre había trabajado llevando las
cuentas de varias empresas, pero actualmente estaba dedicada a las tareas
domésticas. Ben, al que así llamaban familiarmente, era algo menor que él,
hacía poco que había cumplido los doce años y poseía un carácter bastante más
abierto. Tenía un gracioso pelo rizado de color castaño y unos ojos con un
intenso color ámbar, exactos a los de su madre. Siempre enredado con H, se
metía en sus cosas y al final le acababa incordiando, lo que le hacía saltar
desesperadamente. Terminaban riñendo y corriendo el uno detrás del otro y su
madre tenía que intervenir a menudo para calmarlos, así una y otra vez. Aunque
siempre estaban igual, ambos se necesitaban, y si uno de los dos estaba tiempo
sin ver al otro, lo echaba de menos, tanto que insistía e insistía para que
regresara. A sus catorce años, Tom era un chico relativamente tranquilo, de
pelo oscuro y melena casi por los hombros, con un gran flequillo que
habitualmente peinaba hacia a un lado de su rostro; ojos de un azul claro,
heredados sin duda de su padre, de quien también heredó su cerca de metro
ochenta de estatura. De su madre tenía el resto, un gran carácter, suavizado
muchas veces por un buen sentido del humor, gestos algo peculiares; solía alzar
el dedo meñique como ella al beber café, a los dos les causaba malestar, pero
por algún extraño motivo no podían evitarlo.
No tenía muchos amigos, Jack y Philip eran
de los pocos con quienes compartía alguna confidencia y, aunque no salía demasiado,
solía quedar con ellos algún día para disfrutar de las fantásticas playas del
entorno.
En su instituto, y en su misma aula, había
una chica que le gustaba, se llamaba Megan y era preciosa. Sus largos y negros
cabellos le atraían enormemente, hablaba con ella siempre que podía, procuraba
que coincidieran para hacer trabajos en equipo y siempre que estaban a solas y
la miraba a sus impresionantes ojos verdes, intentaba sincerarse, pero no tenía
demasiada confianza en sí mismo y todavía no se había atrevido. Puede que en la
fiesta de fin de año, que estaba próxima, encontraría el suficiente valor para
hacerlo.
Pero de toda su familia, de todos sus
seres queridos, sin duda, a quien extrañaba todos los días era a su abuelo
David. David Hernán. Era su abuelo materno. Siempre le contaba antiguas
historias de sus antepasados, historias muchas veces misteriosas y
atractivamente emocionantes que a Tom, le encantaba escuchar. Como el afán de
su estirpe porque todos los miembros varones de su familia llevasen consigo el
nombre de Hernán. Su abuelo lo llevaba al igual que él y su hermano.
Junto a él daba largos paseos y su
complicidad era tal, que siempre le llamaba la atención la forma que tenía su
abuelo de comprenderle, hasta tal punto, que muchas veces parecía que supiera
incluso lo que estaba pensando en cada momento. Lo admiraba y quería
profundamente.
El día que David desapareció, fue uno de
los peores días en la vida de H. Recuerda aquella jornada con tristeza. Se levantó, como todos los días, se arregló para irse al
instituto, bajó a desayunar y allí estaba su abuelo esperándole, como de
costumbre, para desayunar con él.
Mantuvieron una breve conversación sobre lo importante que son en la vida
las personas que queremos. Tom siempre se lamentó de no haberle dicho en ese
momento cuán importante era para él. Le cogió las manos dulcemente ofreciéndole
un ligero apretón final. Sus miradas se cruzaron, David le sonrió y H le
devolvió la sonrisa, se despidió y se fue a clase.
Después sólo recuerda lo que su madre le
contó, David se aseó, se puso su abrigo, cogió su centenario bastón, herencia
de sus antepasados, le dio un cálido beso a Leonor, acarició el lomo de Sally y
salió a pasear como de costumbre. Ya nada más se supo de él. La policía lo
buscó por todas partes: en hospitales, parques, zonas comerciales… No había ni
rastro de él. Era como si se lo hubiera tragado la tierra. Hacía ya seis meses
de aquello y todavía vivía con la esperanza de que, un día, apareciera por la
puerta como si nada.
Dentro de muy poco será su quince
cumpleaños y se resiste a pensar que su abuelo no estará a su lado. Había
muchas cosas que le gustaría que le regalaran ese día, pero para él, que David
apareciera, sería el mejor de los regalos.
De repente la tormenta cesó y las nubes se
abrieron, dejando paso a un tímido sol que luchaba por resplandecer.
No lejos de la casa de Tom se encontraba
el Mistery Park, conocido por todos los lugareños y donde habitualmente él y su
abuelo, tiempo atrás, paseaban y disfrutaban de tranquilas jornadas. Lo
llamaron así, porque era un parque muy antiguo, tanto que nadie sabía bien su
origen. Era todo un misterio.
Su abuelo decía que tenía árboles
milenarios y un laberinto tan espeso que, quien se atrevía a descubrirlo, se
pasaba horas intentando salir de allí. David le había contado numerosas
leyendas de aquel lugar y sin saber por qué a H, una vez calmada la tormenta,
le entró una necesidad extraña de pasear un rato por ese paraje.
El recreo por el parque fue estupendo,
anduvo por el paseo de las estatuas, todas ellas representaban personajes de la
colonización de Florida. Se sentó por un momento en un banco y recordó tiempo
atrás a su abuelo y cuando, sentados en aquel mismo lugar, le había contado
como sus antepasados habían formado parte de los viajes de los descubridores
españoles que llegaron al nuevo mundo. En la empuñadura del báculo que David
acostumbraba a llevar consigo, estaba engarzado un siclo, antigua moneda de
plata que, según le había contado, perteneció al más antiguo de sus
antepasados, Hernán de Herbón, marino que siglos atrás acompañó a Ponce de León
cuando descubrió Florida.
Cruzó el pequeño estanque con su puente de
madera, llegó hasta la plaza donde se levantaba una extraordinaria fuente de
rocas, dispuestas a modo de volcán, de cuya boca salía un poderoso chorro de
agua. Dejó a un lado el laberinto y siguió su relajado paseo hasta que llegó al
lugar más retirado, donde se encontraba,
solitario y majestuoso, el árbol más antiguo y milenario.
Se dio cuenta que nunca, en todo el tiempo
que conocía aquel parque, había llegado hasta allí y aquel árbol le causó gran
curiosidad. H lo observó con detenimiento, era muy robusto y grueso, sus
dimensiones eran enormes, tenía una copa tremendamente amplia. Sus raíces eran
tan grandes y poderosas que impresionaban. Pensó en que ojalá pudiera
trasladarse en el tiempo y ver quien lo plantó allí. Se acercó al tronco para
observarlo minuciosamente durante un buen rato y sin darse cuenta se le echaron
las horas encima, reaccionó y pensó que ya era el momento de regresar, hizo un
movimiento para alejarse y en aquel preciso instante…
-¡Crass! Sus pies sin darse cuenta
oprimieron una de las raíces, y un enorme ruido dañó sus oídos.
-¡Broummmmm! El suelo comenzó a abrirse,
el cielo de repente se volvió gris, oscuro, casi negro… Parecía que la noche se
había apoderado de todo lo que le rodeaba. Tom sintió que caía por lo que
parecía una enorme grieta, el polvo se introdujo en sus ojos, lo cual casi le
impedía ver con claridad el recorrido de su inesperado viaje.
-¿Qué está ocurriendo? – se preguntó.-
No podía entender que habría podido
hacerle a aquel enorme árbol para que le castigase de esa manera… lo que no
sabía Tom es que... MIRUM, le
necesitaba...